sábado, 27 de marzo de 2010
Los enredos de Monterrey
Competencia por la violencia, es quizá uno de los aspectos que describe desde hace años lo que sucede en tantas zonas de México. Así uno de los conceptos más aceptados y recurridos para definir al Estado, es el utilizado por el sociólogo alemán Max Weber: el monopolio de la violencia. Pero la violencia en nuestro país está ahora dispersa, tiene competidores y responsables.
Y si bien, la violencia no está en todos los lugares, ni en todos los estados, la percepción guía la dura realidad. El índice de violencia y conflicto se concentra en algunas zonas, por lo que resulta inexacto afirmar retóricamente, como el cliché político favorito las autoridades: “es en el todo el país”. No obstante, la percepción sobre la violencia, al menos en lo que va de esta “guerra”, ya la perdió el gobierno. Una encuesta reciente de Gabinete de Comunicación confirma lo que otros estudios de opinión han registrado: la mayoría de los mexicanos, el 59% nos dice el estudio, perciben que la guerra la va ganando el crimen organizado. Sólo 21% de los encuestados cree que la va ganando el gobierno.
Y si bien, la percepción no necesariamente coincide con la realidad, se suele imponer a ella como algo “verdadero”. Por eso le resulta tan difícil a la presidencia de Felipe Calderón, cambiar de tema. Se trata de una presidencia monotemática que cuando quiere hablar de otra cosa, termina inevitablemente dominada por el principal problema abordado.
Así, durante la semana, un visible y desesperado Ejecutivo, trató de justificar la lucha contra el crimen, porque al fin el país está en manos de una “ridícula minoría”. Minoría por cierto, que cobra impuestos (antigua función del estado) y reclama la violencia sin importar su origen.
Bajo un entorno de debilidad institucional como la actual, donde el Estado no tiene el monopolio de la violencia, el sentido del poder legítimo pierde sentido. ¿Qué caso tiene elegir a un alcalde cuándo este vive en otro país como sucede en Juárez? ¿Cuál es la nueva justificación de las autoridades ante la incapacidad actual gobierno de cara a la inseguridad? ¿Qué pensar del sistema de justicia, cuando los reos salen de penal como quien sale por su casa (Tamaulipas, Zacatecas)?
En todo esto, un caso que corre el riesgo de extenderse, es el recién sucedido en Nuevo León. Ahí, tras la refriega entre criminales y el ejército en un entorno universitario, resultan varios muertos civiles que terminan por minar la credibilidad del ejército. Luego pasan dos días “como si nada sucediera”, para luego terminar reconociendo la situación. Ante ayer fueron los “pandilleros” de Juárez. Ayer los “sicaros”. ¿Cuántos errores así podremos resistir ante la creciente presión social de la comunidad?
El gobernador Rodrigo Medina, quien se asume todavía en campaña porque no se ha dado cuenta que ahora es gobierno, decide apartarse por unos días para no asumir la responsabilidad del cargo. De tal forma, como ya es común, no hablar de la situación es la “estrategia” porque al fin los hechos, pierden gravidez o desaparecen. Lo sorprendente, lo insultante es la respuesta del gobernador: publicar un desplegado en dos planas y convocar a una marcha.
No es extraño por lo tanto, la expresión de un ciudadano cuando recordando las promesas de campaña de Medina, le pide no que “de la vida por Nuevo León”, sino que simplemente de la cara. Estéril forma de gobernar la Medina, quien en vez de actuar, decide excusarse en la cuestionada marcha. Por eso, algunos grupos expresaron a través de mantas que quien se debe marchar es el gobernador.
Al mismo tiempo, la política de avestruz impulsada por el “joven” Medina, pretende polarizar a la población suponiendo que quien no marcha está con el narco. Vaya forma de afrontar los problemas: si no estás conmigo, estás contra mí.
Lejos de ser una particular situación, el caso de Medina se vuelve ejemplar sobre lo que tantos funcionarios y políticos terminan por hacer, no sólo en los problemas que competen a la seguridad, sino también en los que constituyen otras dimensiones de la vida pública.
Al final, los que pierden no son la “ridícula minoría”, sino la mayoría que padece sus efectos.