sábado, 19 de septiembre de 2009

¿Qué celebramos?



Como cada año, las fiestas patrias mueven a un rancio nacionalismo o en el mejor de los casos, a festejos sin sentido, pero con mucha alharaca. Herencia todavía de los regímenes oficiales, la historia que mueve a estos festejos no ayuda a echar luz a nuestro extraviado presente. Más bien lo distorsiona. Ahí, los sucesos históricos se mezclan con el mito y la irrealidad de un pasado “glorioso”. De esa manera arrancaron por estos días los festejos del Bicentenario de la Independencia de México y el Centenario de la Revolución. No importa que no se sepa con claridad lo qué se festeja, sino el “patriotismo” del aniversario. Uno de nuestros grandes historiadores, Jean Meyer, escribió a propósito de las celebraciones: “En lugar de intoxicarnos con un pasado machacado y rumiado hasta la indigestión, un pasado que proyecta una densa sombra sobre el presente y el futuro, la conmemoración de 1810, como la de 1910, debe propiciar una verdadera toma de conciencia histórica que permita una auténtica catarsis, una liberación”. Por ejemplo, no hay que omitir que del “Grito de Dolores” se pasó a la carnicería de Granaditas, la cual por cierto, hace palidecer a la ola de violencia desatada en estos tiempos. En un texto provocador publicado en Reforma (28-VI-09), Gabriel Zaid lo cuestionó así: “El 16 de septiembre de 1810 y el 20 de noviembre de 1910 no son fechas gloriosas. Interrumpieron, en vez de acelerar, la construcción del país. Destruyeron muchas cosas valiosas. Causaron muertes injustificables. Lo que los indios, mestizos y criollos habían venido construyendo después del desastre de la Conquista alcanzó un nivel sorprendente en el siglo XVIII, que se perdió con los desastres de la Independencia y la Revolución.

México no empezó hace 200 años. Los verdaderos Padres de la Patria no son los asesinos que enaltece la historia oficial, sino la multitud de mexicanos valiosos que han ido construyendo el país en la vida cotidiana, laboriosa, constructiva y llena de pequeños triunfos creadores”.
En el fondo ¿qué celebramos? ¿Cuál es el sentido de la oda fúnebre del Bicentenario y Centenario? ¿Qué sentido tiene un festejo que ahora se disputan los políticos? En realidad, detrás de la fiesta se oculta el fracaso histórico, el subdesarrollo.

Con el país sumido en una crisis económica y el desempleo a la alza, con el lastre durísimo de la pobreza, con las crisis de seguridad y el problema del narcotráfico, con el país formado por inmensas generaciones de maestros y alumnos reprobados. Como si no fuera poco, se suma un gobierno que quiere más dinero sin rendir cuentas, sin ser eficaz.
Tras el recuento histórico la cosecha levantada es pobre, insuficiente y decepcionante. La ventaja de un territorio rico en recursos naturales, se desvaneció en una profunda desigualdad mostrada por Alexander von Humboldt en los años previos a las guerras de Independencia.

Cien años después, durante el porfiriato las cosas no cambiaron mucho, pues la desigualdad y el atraso seguían ahí, no obstante los esfuerzos por iniciar la industrialización del país. A la vuelta de cien años más, vinieron otras revueltas y revoluciones que terminaron con la clase gobernante, Porfirio Díaz en el exilio y alrededor de un millón de muertos, pero los añejos problemas nacionales permanecieron. En nuestro presente, varios de esos problemas, como la inequidad y la pobreza aumentaron geométricamente. Otros como la corrupción, se expandieron en las instituciones como cáncer. El balance es negativo, por lo mismo es contradictorio el “festejo” a luz de nuestro pasado. Porque en el presente no hay muchas alternativas razonables, avances importantes. Octavio Paz, a quien debemos recurrir por estos días, escribió con razón que “la Revolución mexicana nos hizo salir de nosotros mismos y nos puso frente a la Historia, planteándonos la necesidad de inventar nuestro futuro y nuestras instituciones. La Revolución ha muerto sin resolver nuestras contradicciones”.

No sabemos si estamos en una de esas ironías que se reconocen después en la historia. Así, para 1910 se vivía con júbilo la celebración del Centenario de la Independencia organizado por el gobierno de Díaz, sin sospechar que detrás de la fiesta, estaba una revuelta armada que interrumpió abruptamente la conmemoración. Ahora México necesita una revolución auténtica, desde luego no armada ni violenta, sino una revolución ciudadana que retome desde abajo la dignidad de la política y al mismo tiempo encauce el rumbo del país para salir del atraso. Porque de la manera cómo vamos, con esta clase política al mando y una ciudadanía dormida, tenemos asegurado el progreso improductivo para un futuro inviable.

19 de oct 2009
El Siglo de Torreón