Hoy por hoy, muchas de las mejores prácticas de gobierno están en los gobiernos locales. Pero ¿Qué les espera a los municipios de nuestro país en el futuro? ¿Cómo afrontarán la sensible baja de recursos inestables como los del petróleo? ¿De qué manera pueden contribuir a la seguridad tan resquebrajada del país? En una pregunta: ¿Puede nuestro país cambiar su condición de subdesarrollo? La respuesta es sí, y la clave está en la columna vertebral del país: los municipios. Pero ese camino conlleva, más que grandes reformas −las tan esperadas, escuchamos por aquí y por allá−, un conjunto de pequeños cambios sólidos y bien extendidos. Hablamos de acciones robustas, inteligentes, comprometidas, que entonces sí, puedan generar cambios sustanciales para sustentar el futuro.
En este sentido, el CIDE ha documentado por años una serie experiencias exitosas en cientos de municipios del país, de los poco más de 2400. Se trata de pequeñas acciones que a la vez son innovadoras y creativas, no obstante de enfrentar una mayor carencia de recursos en relación a las finanzas de los gobiernos estatal y federal.
Sin embargo, antes que una tradición municipalista, la historia moderna de nuestro país está marcada por el peso, siempre asimétrico, de los gobiernos centrales, o en el mejor de los casos, de los caudillos. Así el diseño institucional ha dejado en último lugar de importancia al primer actor que tienen los ciudadanos: el municipio.
Si algo muestra la distancia entre el gobierno más próximo a los ciudadanos y el más lejano, es la asignación de los recursos. Un pacto desigual, donde sólo el 30% de sus recursos proviene de la recaudación propia; el resto depende en un 70% de la “generosidad” estatal y federal.
Dadas esas condiciones los gobiernos locales enfrentan ya el problema de unas endebles finanzas públicas, con poca autonomía para sostener los servicios públicos y las demandas ciudadanas.
Acaso con la excepción de municipios como Puerto Peñasco, Bahía de Banderas, Los Cabos, Rosarito, San Pedro Garza García, la gran mayoría carece de independencia financiera y por lo tanto, tienen una capacidad limitada para contribuir al desarrollo.
En otros ámbitos, los municipios enfrentan tres problemas urgentes: el manejo del agua, no sólo por su costo y distribución, sino por la ausencia sustentable de su disponibilidad. La Laguna es un “buen” ejemplo. Un segundo problema es la seguridad porque no se confía en las policías municipales y tampoco se cuenta con cuerpos profesionalizados, aunado a un irregular sistema de justicia.
Un tercer problema radica en la movilidad y el transporte. Si algo ha hecho notablemente desigual a las ciudades mexicanas del siglo XXI, es su sistema de transporte. Basado en el rey automóvil, nuestras ciudades se han hecho disfuncionales a la mayoría de los ciudadanos, incluso imposibles de caminar. Más que integrar, las ciudades se han convertido en referencia para la exclusión. Por ejemplo, por separado Mexicali, Monterrey y el DF tienen más carros por cada mil habitantes que Berlín, Londres y Nueva York. Esto es tanto como manejar en sentido contrario.
Para mejorar nuestras ciudades, el IMCO, en su estudio de Competitividad Urbana 2010, propone acciones urgentes y concretas como homologar las cuentas públicas; aprobar la reelección de alcaldes y diputados locales a fin de generar incentivos para las buenas prácticas; crear una policía nacional única; homologar los códigos penales; cobrar el agua conforme a su costo y auditar periódicamente los indicadores de gestión; privilegiar el transporte público, e impulsar instituciones con una visión metropolitana.
Mejor trabajo no pueden tener nuestros municipios en el año del Bicentenario: disponer el entramado para la viabilidad de las ciudades del futuro.