Triste, decadente. Nos encontramos nuevamente ante la violencia. La de hoy supera a la de ayer y así sucesivamente. Al mismo tiempo hay conmoción, indignación, pero también silencio cómplice, incómodo. Si no hay límites es porque no hay referencias y desde hace tiempo que el sentido de autoridad se ha dispersado. Por eso, la degradación siempre puede ser mayor. Ante la exposición constante de la violencia, también sucede la indiferencia. Si las imágenes de la violencia y sus efectos son ya un lugar común, como argumenta Susan Sontag, tal saturación
“sólo nos incapacita un poco más para sentir, para que nos remuerda la conciencia”.
Al mismo tiempo el miedo inmoviliza, ahora pronunciado en forma de terror. Pesan las muertes, pero no tanto, porque al final continúa la promesa de la “coordinación”. En los últimos años se logró un presupuesto millonario para la Zona Metropolitana de La Laguna, pero todavía se insiste en pensar que cada municipio es una isla. En este sentido, una autoridad del nivel del Gobernador de Durango puede afirmar infortunadamente que la “contaminación” está en otro lado, en Torreón.
Ante lo inadmisible, se demandan más policías. Pero el supuesto derriba la esperanza inmediata. Más policías, en este caso la llegada de federales, hacen las veces de una añorada solución. Luego de varios años de estar inmersos en la “escalada de violencia”, el supuesto no se confirma, de la misma manera que Ciudad Juárez ha comprobado los escasos resultados. La multiplicación de las fuerzas policiacas o militares, no se traduce en una disminución de la violencia, como tampoco de los índices delictivos. Y para el caso, Torreón es un ejemplo.
En otro siglo, Alexis Tocqueville admiraba los lazos de confianza y cooperación de los norteamericanos. Afirmaba que la confianza había hecho grande a esa nación. Por el contrario, en nuestra circunstancia, la confianza no parece ser un valor público, no sólo porque se ha roto, sino porque el tejido de la sociedad no lo puede sostener. No al menos en estas condiciones. Diego Gambetta, en su clásico texto sobre “La mafia siciliana y el negocio de la protección privada”, ha mostrado cómo la mafia refuerza la desconfianza al fomentar la delincuencia. En estas condiciones, el espacio público se estrecha y por lo tanto, las relaciones. De ahí el cambio de hábitos, costumbres, prácticas.
Las condiciones actuales, aunado a la política, no favorece sino la obtención de resultados similares, casi siempre al amparo de la impunidad. Nuestro deterioro no ha valido para que al fin la sociedad, reflejada en sus políticos, empuje otras condiciones, otros pactos.
Pero si la vida humana no ha valido ¿entonces qué?
Si el problema son los mercados, los territorios y la disputa por la alta rentabilidad de los productos, ¿cómo lo abordan otros países, qué políticas han seguido para llevar con éxito sus problemas? Esta semana el concejo municipal de Oakland, California, anunció la aprobación del cultivo, producción y comercialización de la marihuana a gran escala. El avance en la legalización del cannabis en California, afirman las autoridades, estaría en la recaudación de unos mil quinientos millones de dólares. Al respecto, conviene resaltar dos puntos: las autoridades municipales de ese país no discutían la violencia entre las bandas criminales en disputa por los mercados, por la sencilla razón de que ese aspecto no representa un problema que está fuera de control para la entidad; además, al controlar la producción estarían ejerciendo la venta y por lo tanto, la recaudación por los productos. Algo parecido a lo que sucede con el alcohol y el tabaco.
Otro caso interesante, recién abordado en The Wall Street Journal por Susana Ferreira (20-VII-2010), nos habla de Portugal y los diez años de experiencia con la liberalización de las drogas. En ese país, aprobaron en el año 2001 una política más liberal que la ejercida hasta entonces en Holanda. Ferreira no dice: “Tras una década en pleno funcionamiento, la legislación ofrece un modelo real de cómo tratar un problema social y económico que se ha extendido por todo el mundo”. Este modelo busca ser aplicado por Noruega y Dinamarca a fin de reducir las tasas de muerte por consumo, los síntomas secundarios y la criminalidad.
Un indicador establecido, a fin de hacer comparables las tasas de homicidios por cada 100 mil habitantes, lo encontramos en el Informe Mundial Sobre las Drogas 2010, realizado por la ONU. Mientras en Portugal la incidencia de homicidios es de 1.2; en Holanda 1; en México registra 11.6; Estados Unidos 5.2; Canadá 1.7; Colombia 38.8; Guatemala 45; Honduras 60; Salvador 51; Brasil 22; Venezuela 52; Sudáfrica 36.5
Así los números, así la economía de la violencia.
El Siglo de Torreón, 24 de julio 2010
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