Como una mala película de terror, se repiten las escenas de barbarie y violencia. Justo en el año de las reformas, cuando nos dijeron que todo iba ir mejor, que al fin México se mueve, la realidad parece anclarnos. No se trata solamente de casos aislados, de eventos o hechos esporádicos en algunos estados.Tampoco se trata, como tantas veces se dijo en el sexenio calderonista, de criminales contra criminales, sino de la amenaza a la sociedad misma. Cuando por fin las cosas tomaban mejores rumbos, una matazón nos recuerda donde estamos. Cuando por fin el gobierno logró cambiar la narrativa de la violencia por las reformas, una serie de ejecuciones como las ocurridas en Tlatlaya por el ejército, empañan el camino. Y las cifras, por más rasuradas y arregladas en algunas procuradurías estatales, muestran aumentos de robos y secuestros. Aunque los homicidios bajaron en el país, no bajó así la impunidad de los criminales que marcan el camino en estados como Michoacán, o que deciden terminar con docenas de normalistas en Guerrero. Ni qué decir de Tamaulipas.
Desde antes de la toma de posesión como presidente, Enrique Peña Nieto logró cambiar el discurso oficial, antes dominado exclusivamente por la inseguridad. Así se pasó a un discurso de optimismo con un endeble contenido, pues las reformas todavía están por verse en acción. A través de las archinombradas reformas se suplantó aquella terrible narrativa de robos, secuestros y muertos. Pero la realidad no cambió. Sin embargo, como advertimos en aquel momento, dejar de hablar de un problema, no es resolverlo, ni tampoco componerlo. De esa manera, a la vuelta de dos años y ante la expectativa de reformas como la energética, la violencia reclama su lugar en el discurso. Ante los terribles sucesos en Iguala, el presidente no le quedó más que regresar a un tema que ya se creía olvidado en la narrativa oficial.
Michoacán o Guerrero acusan una descomposición mayor donde el crimen tomó los gobiernos. A pesar de que lo negó una y otra vez, el mejor ejemplo es Fausto Vallejo. Egidio Torres en Tamaulipas conduce un gobierno de palabra, porque en los hechos, en el estado mandan otros. Ángel Aguirre, tan brabucón con los medios y la crítica, sólo contará los días para que su gobierno termine después de Ayotzinapa. Por lo pronto, el gobierno federal ya envió a la precaria Gendarmería a apagar el fuego en Iguala. Pero lejos de sorprendernos que un alcalde esté coludido con el crimen, sólo ratifica la película de terror que aún no termina en varios sitios del país. Entonces el problema no sólo era de partido, o de que se fuera del gobierno un hombre como Calderón, que basó su legitimidad en policías y militares. En el sexenio anterior vivimos una violencia sin precedentes de la cual todavía no nos reponemos. A pesar de la gravedad del problema, hemos avanzado muy poco en construir instituciones sólidas y eficientes para impartir justicia. Tal vez ahora tenemos un gobierno más ordenado en su control de medios y opinión pública, pero en lo que respecta a la seguridad, la herida sigue peligrosamente abierta.
Muy eficiente ha sido el PRI para ganar elecciones, aunque no queda claro que sea eficiente en una de las funciones primordiales del estado: la seguridad.
Tlatlaya y Ayotzinapa son dos extremos que enfrentan al gobierno de Peña Nieto. Está claro que la estrategia de sacar del discurso la inseguridad llegó a su límite, porque la violencia lo sobrepasó. Habrá quien en medio de todo esto piense en las elecciones y la disputa por el poder. Desarticulado el PAN como oposición y ahora el PRD con el caso de Guerrero, el camino queda libre para un partido único. Aun así, estamos lejos como lo evidencia el gobierno actual, de garantizar la seguridad. No necesitamos recordar las cifras: la impunidad está tan presente ayer como ahora. Cuando despertó, la violencia todavía estaba allí.
8 de octubre 2014
El Siglo de Torreón