Banksy
Gusto
de caminar la ciudad, conocer y reconocer rincones, espacios, huellas e
identidades. Ciertas particularidades nos detienen, nos llaman. Otras pasan
indiferentes. En la diversidad urbana, casi no hay lugar sin una marca, pero
también abundan los “no lugares” como un puente, una autopista; esos espacios,
que a fuerza de progreso automotriz, hacen inhabitable la ciudad. Bajo el orden
impuesto en las ciudades, se establecen símbolos y referencias. Una etiqueta,
una marca, un lema de gobierno; el nuevo objeto de la moda. Otras formas son
clandestinas y hasta vandálicas, pero sorprenden cuando hay inteligencia. Me
refiero al graffiti, que por lo general se considera un mal en las ciudades,
tanto así, que hasta se asocia al peor crimen y delincuencia. ¿Pero es así?
Mucho
es el malestar, que los gobiernos gastan millones en campañas antigraffiti, para
luego cubrir aquellas paredes, con los emblemas del gobierno en turno. En otras
palabras, te quito las pintas, pero a cambio impongo las mías. Las oficiales. Paradójicamente las campañas publicitarias se
parecen mucho a los rayones que abundan por ahí y por allá. Espectaculares,
bardas, anuncios y volantes por doquier. También ruidosos altavoces acompañan
las campañas comerciales. ¿Tendríamos que sorprendernos por otros rayones igualmente
impuestos?
En
su “Elogio del graffiti”, Aramis López (Universidad de Alicante, 2007), hace un
comparativo pertinente: “Nos molestan las pintas en las paredes, pero no parece
molestar a nadie los carteles publicitarios que empapelan las calles, o no
parece que haya que limitar la contaminación visual que suponen las fachadas de
los comercios y locales públicos. En ocasiones, cuando las autoridades pillan a
un menor pintando, le imponen un castigo ejemplarizante. ¿Qué sucedería si
obligásemos a limpiar la ciudad a todas las empresas que contaminan visualmente
con su actividad nuestro entorno?”
A
fuerza de engrudo y cantidades industriales de papel, los comercios pegan su
publicidad en todos lados. Postes, paredes y hasta en los árboles. A todo esa
contaminación se llama publicidad. Pero si de la misma manera, algún grafitero
llena con su nombre las calles, aquello se califica como delito. En los
extremos, la policía de Colombia asesinó en 2011 al grafitero Diego Felipe
Becerra, cuando pintaba su marca “Félix el Gato” en la pared. Como respuesta,
el entonces alcalde de Bogotá, despenalizó el graffiti, lo cual terminó por
hacer de aquella ciudad, una referencia del arte urbano en Latinoamérica.
Al
igual que la omnipresente publicidad en las calles, pocas son las pintas
relevantes. Abunda el sinsentido, la ausencia de inteligencia. A lo mucho se
vuelve una trasgresión estéril. Un principio en informática nos confirma que si
le echamos basura al sistema, va arrojar basura. No hay de otra.
En
apariencia es políticamente correcto que los gobiernos emprendan sendas
campañas para combatir el graffiti. Borrar los rayones “vandálicos”. Sin
embargo, en las ciudades mexicanas poco hacen por limpiar la ciudad de impune
publicidad que afea, ensucia y degrada los espacios urbanos. No se trata de
hacer una nueva ley, sin de hacer cumplir la existente. Pero claro, lo rentable
es gastar en mucha pintura, no hacer del ordenamiento urbano un auténtico
principio. Para qué meterse en más problemas dirán.
El Siglo de Torreón
http://www.elsiglodetorreon.com.mx/noticia/1101502.si-elogio-del-grafiti.html