miércoles, 29 de mayo de 2013

El arte de insultar


Insultar es un arte. No sólo de trata de la reacción, la respuesta iracunda, el alarido, o la vil grosería, sino de la inteligencia. Augusto Monterroso, ese genio del cuento en miniatura, nos dice que la primera función de la ironía es hacer pensar, luego reír. Algo similar sucede con el insulto. El gran Borges le interesó ese arte y sobre todo su método. En un pequeño ensayo, “Arte de injuriar”, escribió: “Un estudio preciso y fervoroso de los otros géneros literarios, me dejó creer que la vituperación y la burla valdrían necesariamente algo más. El agresor (me dije) sabe que el agredido será él, y que «cualquier palabra que pronuncie podrá ser invocada en su contra», según la honesta prevención de los vigilantes de Scotland Yard. Este temor lo obligará a especiales desvelos, de los que suele prescindir en otras ocasiones más cómodas”. Aunque breve, el argentino sugirió, para definir a los polemistas, un alfabeto convencional del oprobio. A partir de ahí, los precisos insultos.

En el arte de insultar como Winston Churchill, Eduardo Salles dibujó al inglés expresando sus dotes: Insultar es un talento, pero tu lo haces parecer un instinto. Sobre el particular arte, recientemente me encontré una buena colección. Héctor Anaya, publicó El arte de insultar (Editorial Promociones y proyectos culturales, 2012, 472 páginas). Se trata de un provechoso recorrido a través de célebres autores, ocasiones para la polémica, formas y fondos del insulto.

Sin rodeos, Anaya nos dice que insultar es un arte, “no soltar exabruptos, palabrotas, malas palabras, majaderías, leperadas, peladeces, ajos y cebollas, o como se quiera llamar a expresiones socialmente incorrectas”. Para Anaya, el que se atreve a la grosería (la palabra gruesa, burda), en realidad mancha el entorno, más que herir en específico. “Decirle güey, pinche, pendejo a alguien, no es insultar sino abandonar la misericordia. Insultar en cambio, exige capacidad para la definición, precisión en el ataque”.

Pero mejor vayamos a los insultos: 

Tenía una sola idea y era equivocada, Benjamín Disraeli. 

Cuando la estupidez es considerada patriotismo, es inseguro ser inteligente, Isaac Asimov. 

Él no sabe nada, aunque piensa que lo sabe todo. Eso apunta claramente su carrear política, George Bernard Shaw.

Sacada del imprescindible Diccionario del Diablo, de Ambrose Bierce, leemos la definición de candidato: Caballero modesto que renuncia a la distinción de la vida privada y busca afanosamente la honorable oscuridad de la función pública. 

Nuevamente recurrimos a Borges: La democracia es el abuso de la estadística. 

Y Napoleón definió bien que en la política, la estupidez no es un impedimento. 

Abraham Lincoln nos dice que hay momentos en la vida de todo político, en que lo mejor que puede hacer es no despegar los labios. 

En cambio, Henrich Heine, elogia la soledad: Ordinariamente es un demente. Pero tiene momentos lúcidos cuando sólo es un tonto.

Además, el libro de Anaya retoma una serie de polémicas, diatribas e insultos entre escritores: Lope contra Cervantes, Quevedo contra Góngora, e incluso el siempre filoso Octavio Paz contra Carlos Monsiváis y otro buen número de escritores. En fin, más vale un buen insulto, que una mala grosería.

26 de mayo 2013 
Milenio http://laguna.milenio.com/cdb/doc/impreso/9181656