Ahora sí, buen favor le han hecho al documental Presunto culpable con la ejecución del fallo de la juez. Por lo pronto se ha multiplicado el interés para ver la película. Primero en los cines, ahora en Internet. Dicho esto, retomo las palabras y sobre todo la crítica que me hace mi estimado profesor Luis Azpe, a propósito de mi texto el domingo pasado. Luis me argumenta que el desastre de la justicia en México ha sido “siempre”. Desde su punto de vista le parecen ingenuos tantos artículos sobre Presunto culpable. Retomo textualmente sus palabras: “Mi querido Carlos: ¡Qué bella es la juventud! Increíble el asombro, estupefacción, sorpresa y demás sinónimos que ha causado lo que todos los días sucede en nuestro país, y en todos… Me enternece tu buena fe, tu desconocimientto de una realidad que siempre ha habido en México, desde tiempos de la colonia: San Juan de Ulúa, El Palacio Negro de Lecumberri, las cárceles locales, etc. Recibe mi cordial cariño”.
Querido Luis, como escribí en el texto pasado, el mérito de Presunto culpable no es haber descubierto el hilo negro en nuestro sistema de justicia, sino haber contado esa historia en un formato de película, evitando así un reportaje, un texto académico o un libro.
Pero no hay que subestimar la realidad. Cuando estuve en una escuela jesuita decidí hacer mi servicio social en el cereso de Gómez Palacio. Cada semana dedicaba la mañana a visitar la cárcel, hablar con los reos, llevar algunas actividades. Por entonces el cereso no tenía una “mujer del año”, ni era el escenario de masacres. Un día, mientras llegábamos al penal, docenas de patrullas y policías rodean la cárcel. Nos enteramos por los oficiales de un motín. A partir de entonces se suspendió el servicio y pasé al tutelar de menores en Torreón. La realidad encontrada ahí no fue menos dura, pero a diferencia del cereso, el tutelar me dejó una deprimente impresión por la empatía con los jóvenes. La violencia, además de las violaciones entre jóvenes y niños podía ser el pan cada día. En esto nunca se ve demasiado.
Si algo encontramos en nuestro sistema judicial son los resabios del autoritarismo. En las últimas dos décadas hemos ganado pluralidad, alternancia e incluso transparencia, pero poco hemos avanzado en desmontar el sistema judicial. Ana Beatriz Magaloni, académica y especialista en el tema, ha descrito esta situación histórica como las “inercias autoritarias”.
Para la generación de mi querido y admirado profesor era “normal” vivir en el autoritarismo. Para nuestra generación, la que votó por el cambio en los noventas e impulsó la alternancia, esta situación no puede ni debe seguir igual. Asumirla como “normal” sería aceptar que las cosas “siempre han sido así”. ¿Pero de verdad, siempre serán así? La lección que han ofrecido otras sociedades arraigadas en el autoritarismo o de plano en dictaduras militares, ha demostrado que cuando diversos grupos de esa sociedad se proponen un cambio, han logrado sensibles transformaciones en sus instituciones (Adam Przeworski, Juan Linz o Samuel Huntington han fundamentado magistralmente el tema).
No hay ingenuidad, pero tampoco la indolencia de un irredento pesimista. Hace unos días, Federico Reyes Heroles escribió con razón al referirse a los cambios en el país: A pesar de todo, va.
Y a pesar de la profunda crisis que vivimos por la inseguridad, lo que veremos en los próximos años, por más increíble que parezca, será una transformación de nuestro sistema de justicia.