miércoles, 31 de mayo de 2017

Esto no es un homenaje a Rulfo


El mes de mayo es el mes de Juan Rulfo, así que antes de que termine, van unas palabras en el centenario de su natalicio, aunque es preciso aclarar, para que no se enoje la Fundación que resguarda el monopolio: no se trata de un homenaje. No obstante, ya lo explicaba Eco, el texto, una vez que sale, ya no es del autor, sino del lector. Es presente perpetuo para quien lee, y esa dicha nadie nos las puede quitar. Pero dejemos a los celosos guardianes de la marca registrada, y mejor hablemos del gran escritor, y sobre todo, del precioso legado al alcance de las manos.
En Rulfo aplica a la perfección la sentencia de Gracián: “lo breve si es bueno, es dos veces bueno”. Por lo mismo, el escritor jalisciense pertenece a esa extirpe que perdura desde la brevedad. Así como Arthur Rimbaud escribió su obra poética en la juventud, a esa misma edad también abandonó la literatura. A Rulfo sólo le bastaron dos pequeños libros para lograr un lugar entre los grandes. Como verán: el tamaño no importa. Para la inmortalidad, Rulfo no necesitó más.  El llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955), que mal conservo con las hojas desparpajas en la clásica edición popular del Fondo de Cultura Económica. Aunque por estos días me daré de nuevo el gusto de reponerlas con las bonitas ediciones de RM.
Si hay un texto señero en la literatura mexicana del siglo XX, son las primeras líneas de Pedro Páramo: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera”.
Sobre Rulfo mucho tinta ha corrido. Al respecto, es bien sabido el testimonio de Gabriel García Márquez, quien al llegar a México en 1961, no había leído a Rulfo. Un día, Álvaro Mutis llegó con un montón de libros y separó el más pequeño y corto —Pedro Páramo— para el escritor colombiano: ¡Lea esta vaina, carajo, para que aprenda!
“Aquella noche no pude dormir mientras no terminé la segunda lectura. Nunca, desde la noche tremenda en que leí la Metamorfosis de Kafka en una lúgubre pensión de estudiantes de Bogotá, había sufrido una conmoción semejante. Al día siguiente leí el Llano en llamas, y el asombro permaneció intacto […] el resto de aquel año no pude leer a ningún autor, porque todos me parecían menores”.   
Entre las pocas cosas buenas que recuerdo de la preparatoria, fue el acercamiento maravilloso a Rulfo. Lo que comenzó como una ordinaria clase de literatura y español, en realidad fue la antesala a las lecturas y relecturas rulfianas. Todavía recuerdo con viveza la tarde en que el profesor Toño Álvarez Mesta, —por mucho, uno de los mejores y más brillantes de la escuela jesuita Carlos Pereyra—, hizo una interpretación dramática de Macario. Realmente su lectura nos cautivó. Nos emocionó profundamente. Resuenan en mi todavía sus palabras, porque aquella lectura lo convirtió en otro, como quien al leer asume al personaje mismo de la obra: “Estoy sentado junto a la alcantarilla aguardando a que salgan las ranas. Anoche, mientras estábamos cenando, comenzaron a armar el gran alboroto y no pararon de cantar hasta que amaneció”.

Como dije al principio, no se trata de un homenaje, sino un modesto testimonio de gratitud de lector hacia ciertos libros y ciertos autores que hacen nuestra vida más llevadera. Y ustedes ¿ya oyeron ladrar los perros?

https://www.elsiglodetorreon.com.mx/noticia/1346070.esto-no-es-un-homenaje-a-rulfo.html
El Siglo de Torreón
31 de mayo 2017