Henos
aquí, ante unas nuevas elecciones. El asunto puede resultar odioso, y en efecto
lo es, por razones de sobra, pero entre los menos males, las elecciones representan
una válvula de escape necesaria a la vida pública. Que las elecciones nos
disgusten, está bien. No así que resulten indiferentes o que entreguemos un
cheque en blanco. Las elecciones cuestan muy caras y la mayoría de las veces se
postulan bribones detrás del dinero público. Como una moda de lo políticamente
correcto, ahora se habla de transparencia, rendición de cuentas y gobierno
abierto, pero en realidad, a los hombres del poder, les llaman otras cosas:
negocios, influencias, presupuestos millonarios, y por supuesto, gustos caros.
Muy caros.
Pese a todo, los gobernantes no son inamovibles, ni tampoco eternos,
aunque quisieran. Por lo mismo, un innegable valor de las elecciones en
democracia, no obstante todos sus defectos, es la posibilidad de cambiar a los
gobernantes. Quizá nos parezca poco, pero hay que voltear a Venezuela para ver
cómo un aferrado gobernante, termina como dictador, inclusive, a costa de la
vida de los propios ciudadanos. Para calmar los ánimos de la oposición, se
manda a la policía, se echa gas lacrimógeno, se golpea manifestantes, y por supuesto,
también se le encarcela. A otros, se les aplica la ley y terminan inhabilitados
por quince años. Así, nadie compite con la investidura presidencial, o
dictatorial, según el punto de vista.
Desde
la imperfecta democracia, periódicamente se abre la posibilidad de apremio y
castigo. Por lo mismo, las elecciones son el tiempo para revisar el desempeño
de los gobernantes, contrastar sentimientos,
y sobre, hacer un corte de caja al fin de un periodo. Más que en otro
tiempo, durante las elecciones hace estruendo la crítica, pero no como algo
exclusivo, sino a consecuencia de una historia de gobierno. La quejas se
acumulan, también el malestar, no obstante, hay candidatos que no tienen
vergüenza en pedir el voto. En esas
circunstancias, hay quienes arrastrando pésimos gobiernos a cuestas, todavía se
muestran sorprendidos por los señalamientos y el cuestionamiento al que están
sujetos. De esa manera, es común hacerle al tonto y decir: “son tiempos
electorales”. Si llovió, si hizo mucho calor, es culpa de los “tiempos
electorales”.
Muchos
gobernantes suelen anteponer el simplón argumento de las elecciones, para
ocultar ineficiencia, malas prácticas, e incluso, corrupción. De esa manera,
mostrar las erratas del gobierno, confrontarlas abiertamente, esconde desde la
obtusa lógica del poder, un interés electoral. En ese sentido, abunda también
los opinólogos, que detrás de cada protesta ciudadana, ven un interés
electoral. Bajo ese argumento, hasta el sol es motivo de sospecha electoral. Pero
no hay argumento más mediocre, predecible y simplista, que leer en todo acto,
un transfondo electoral. Una protesta. Electoral. Hizo mucho viento. Electoral.
Cruzaron la calle. Electoral. Lo ordenó la ley. Electoral. Marcha ciudadana.
Electoral. Inundación. Electoral. Detrás de esa precaria lógica, se esconde una
pretensión autoritaria. Estás conmigo o estás contra mi. Si me aplaudes, eres
mi aliado. Un “buen” ciudadano. Si me señalas, seguramente es por las
elecciones. Otra vertiente que denota la acusación “electoral”, es la
arrogancia del poder, porque no se quiere, ni se puede escuchar. Al poder le
gusta el monólogo, no el diálogo. El diálogo implica compresión, y ante todo,
escuchar al otro. Paradójicamente, la política llama a salirse de uno mismo,
para abrirse a los demás. Es una relación, pero no siempre es conceso, como lo
demostró el recién fallecido economista, Kenneth Arrow, en su famoso Teorema de
Imposibilidad. En cambio, la política sí implica pluralidad; diferencia. Quienes
ve solamente “intereses electorales” en
la vida pública, ven muy poco. De ese tamaño el pensamiento.
https://www.elsiglodetorreon.com.mx/noticia/1330736.tiempos-electorales.html12 de abril 2017
El Siglo