En el difícil arte de la política, el tiempo es una limitante. El poder tiene fecha de caducidad, por más que el instinto político indique otra cosa. El poder parece darlo todo, pero también lo quita todo. Con justa razón, Max Weber lo llamó un pacto con el diablo. Así, tenemos hombres públicos haciendo todo por permanecer. Algunos con éxito logran reinventarse y continuar. Pero en ese intento hay muchos desfiguros y pocos sobreviven. Más que rapidez, la política exige la paciencia de un maratonista. Es una carrera de larga distancia donde abundan los fuegos fatuos.
Recientemente me han llamado la atención dos políticos, que por provenir del mismo estado y ser ambos exgobernadores, ejemplifican claramente dos estilos en la política, y por lo tanto, dos destinos opuestos. El primero, Enrique Martínez y Martínez ejerció el poder con prudencia y discreción. Sin mucho ruido entregó una administración razonable cuando terminó su cargo como gobernador de Coahuila. Sin aspavientos dejó el estado en buenas condiciones a los ciudadanos. Luego pretendió sin éxito una candidatura presidencial, pero su trabajo igual continuó paciente. Se alejó de la política estatal y se posicionó como un actor útil y eficiente para el entonces gobernador del Estado de México, Enrique Peña Nieto. Callado, sin llamar la atención tejió fino entre el grupo mexiquense.
Después de los vaivenes de la elecciones presidenciales, acaba de ser nombrado por el presidente Peña Nieto como Secretario de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación (Sagarpa). El tiempo apremia, pero también la eficiencia. Ya lo decía en un clásico texto (“Mirabeau o la política”), Don Jesús Reyes Heroles:
“La discreción sí es cualidad del político y por eso en la literatura barroca al discreto se le reconoce como héroe y oráculo”.
A la larga ha sido una de las mayores virtudes del exgobernador, quien hoy cosecha lo que sembró.
Pero la política no se define por sí misma, sino en relación a los otros. De ahí la necesidad de las comparaciones. Por eso, la historia opuesta es la exgobernador Humberto Moreira. Logró un ascenso vertiginoso desde que fue presidente municipal de Saltillo hasta alcanzar la gubernatura y luego la presidencia del PRI. Con Moreira todo parecía espectacular y grandioso. Tuvo todo en el poder: control de los grupos internos del PRI en el estado; arrasó en las elecciones; creo una sensación notable de aceptación y popularidad entre la gente; alcanzó su sueño de ser presidente del PRI y le tocó la elección del candidato que ahora es presidente.
Con Moreira todo parecía ir en ascenso hasta que la ilusión y el artificio de su política se desplomó abruptamente. Eso sí, con cargo a los contribuyentes. A partir de ahí no sólo vino el desfiguro y la vergüenza, sino lamentablemente la tragedia personal. Cada vez que vuelve a declarar, parece enredarse más. Su defensa de lo indefendible no es la del crítico que busca explicar, sino el torpe ensimismamiento que lo hunde más.
Los dos exgobernadores de Coahuila son contrapuntos. Uno la constancia y la eficiencia. Otro la espectacularidad y el derroche. Para acabar pronto la corrupción. Sin ser inmaculado, ningún político lo es, Martínez es producto de su legado político. Hoy Moreira no sabe cómo lidiar con el suyo, y vaya que los coahuilenses ¡lo padecemos!
7 de diciembre 2012
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