lunes, 6 de agosto de 2012

Las soledades de Tocqueville

Entre los libros, los cuadernos de viaje me causan particular admiración. Mis favoritos en ese género son los textos escritos por los viajeros del siglo XVI que a la postre inventaron América. Igualmente, los relatos del siglo XIX me parecen admirables. En especial, porque como nos sugiere Marshall Berman, esos textos del diecinueve nos permiten comprender mejor la experiencia de la modernidad.

Recién leí Quince días en las soledades americanas (Conaculta/Aldus, 2008), de Alexis de Tocqueville. A diferencia de sus otras obras indispensables, como El Antiguo Régimen y la Revolución, la cual se puede leer como la mejor explicación a la decepcionante mediocridad de la alternancia en México. O La democracia en América, un extenso clásico que no superan las más sofisticadas investigaciones sociológicas. La soledades de Tocqueville están marcadas por el sello personalísimo del pensador francés. Es decir, nos muestran su temperamento, gustos y disgustos de la civilización europea en América. 


Las breves páginas de las soledades no son un estudio, sino las notas de un viajero que recorre las ciudades norteamericanas y se interna por los boques de los Grandes Lagos.
Así leemos en las soledades: “Una de las cosas que más atraía nuestra curiosidad al venir a América era recordar los límites extremos de la civilización europea… pero en todas partes la cabaña del salvaje había sido sustituida por la casa del hombre civilizado, los bosques talados y la soledad se había trocado en vida”.

Creyendo encontrar en los desiertos americanos la frontera de la civilización occidental, el pensador se lleva una de sus más hondas decepciones. Por eso, no oculta la nostalgia que siente al conocer a los indios americanos. En cada párrafo Tocqueville evidencia una disputa entre lo salvaje y lo civilizado, entre lo antiguo y lo moderno. Sobre lo indios escribe: 


“Es una raza que se extingue, no están preparados para el mundo moderno, la civilización los mata”.

Visto a sí mismo en el espejo indígena, Tocqueville advierte que el prolongado abuso de “los dones de la civilización” llevan a la depravación. En otras palabras, la decadencia.
Al encuentro de un lugareño, el francés le pregunta si debe temer a algunas poblaciones indias en el trascurso de su viaje: 


“Yo dormiría más tranquilo entre indios que entre blancos”. Fue la primera opinión favorable que recibió Tocqueville sobre los indios. Quizá en la actualidad él sería un indian lover.

En algún momento, Tocqueville llega a un pequeño poblado indio donde con respeto conversa con el jefe de la tribu. Es un viejo guerrero que porta con orgullo las plumas de una nación enemiga. Al identificarse como francés, el jefe le contesta que ha oído decir que los franceses eran una nación de grandes guerreros. A petición, el jefe le explica el significado bélico de las plumas y el viajero le pide una para llevarla a su país a que la admiren. Inmediatamente se la quita y luego se estrechan las manos.

El pequeño libro nos confronta con lo moderno, y con todo aquello que elogiamos de nuestro mundo civilizado. Ante la imposibilidad del pasado, todavía resuenan en mi sus palabras:

“Nos embargaba la alegría de saber por fin de un lugar que todavía no ha sido alcanzado por la civilización europea”.


5 de agosto 2012
Milenio http://laguna.milenio.com/cdb/doc/impreso/9155090