Con frecuencia escucho la expresión “vencimos al desierto”. Se invoca entre los laguneros como una muestra de trabajo, esfuerzo y tesón. En La Laguna las cosas son tan duras, la geografía tan agreste, el clima tan seco, que la frase encuentra visos de heroísmo. Bajo esa condición, para los norteños de esta región, el esfuerzo parece mayor, el trabajo doble y los frutos mejores. De ahí que “vencimos al desierto” tenga una repetición tan entusiasta como extendida. Hasta en las campañas, un candidato irrelevante utiliza la expresión en su propaganda.
Como todo cliché, la frase impide pensar porque ya no es necesario hacerlo. Es un hecho que no requiere mayor comprobación. Así, el lugar común, a fuerza de repetición se toma como una verdad inamovible, como una verdad que no busca revisarse y mucho menos debatirse. “Vencimos al desierto” y punto. La frase en sí indica una gran hazaña, una inmensa proeza. Sin embargo, bajo la apariencia de bondad ocultamos un cadáver. Por eso, cada vez que decimos “vencimos al desierto” no sólo ocultamos una profunda tragedia ambiental, sino hasta nos sentimos grandes. La frase hecha nos impide ver su trasfondo. Negamos la realidad porque decimos que “estamos bien”. ¿Qué caso tiene cuestionar? Tan fuerte lo hemos hecho, que hasta vencimos al duro desierto. Y en efecto, vencimos al desierto, porque sistemáticamente talamos los bosques de mezquite y huizache. Materialmente desarraigamos los árboles. De esa manera, uno de los diagnósticos más recientes para hacer el plan urbano de la Zona Metropolitana de La Laguna, advierte un grave problema de erosión. ¡Y nadie más que nosotros mismos lo hemos hecho! Pero vencimos al desierto porque las lagunas que nos dieron nombre e identidad desde el siglo XVI, son un páramo; un inmenso yermo que forjamos.
Más que vencer al desierto, lo creamos “racionalmente” al cambiar el rumbo milenario de los ríos Nazas y Aguanaval. El problema está nuevamente con la raíz: ¡la cortamos! Por lo mismo, la expresión “vencimos al desierto” denota la soberbia de quien a fuerza de destrucción, se impone (no se integra) a la naturaleza. Afirmar nuestra imposición sobre el desierto significa la arrogancia de una sociedad que arrasa con sus recursos, que no le basta con desarraigar al padre (la metáfora del Nazas), sino agota sus fuentes subterráneas: el acuífero. El desequilibrio ya es mayor, cuando los viejos del agua, nuestros inmensos ahuehuetes, nos advierten que sí vencimos al desierto. ¿Estamos tan sordos qué no escuchamos ni queremos escuchar? Hasta una obtusa canción tenemos para presumir el ecocidio: “Porque así es mi Torreón vencimos al desierto/ cien años es tu tiempo y hoy te cantamos con sentimiento/ Torreón, Torreón, te llevo en mi corazón”. Nada más vergonzoso que la celebración de la derrota en una frase cómplice.
En La Laguna vencimos al desierto, y todavía no hemos aquilatado lo suficiente el fondo de la tragedia. Tal vez, cuando al fin develemos el significado de esas palabras, habremos comprendido la desertificación vencedora. Sólo espero que para entonces no sea demasiado tarde.
18 de junio 2013
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